Son recuerdos de otras épocas,
nostalgias de mi niñez.
En aquellos días de estío
no existía el frigorífico,
y el
agua se refrescaba
al sereno en un botijo.
De barro rojo era el búcaro,
se llenaba de agua pura
con unas gotas de anís.
Se dejaba en el balcón
al silente fresco de la noche
mientras la misteriosa luna
hacía palidecer la madrugada.
La
modelada arcilla
absorbía todo el frescor
de los lirios y misterios de la noche.
Era al llegar el alba,
cuando el botijo añorado
ya rezumando rocío,
nos incitaba a beber.
Su agua deliciosa
era tal gozo tomarla:
fría, cristalina, deseada…
Mitigaba el sofocante calor,
saciaba toda la sed.
Al beberla (siempre a chorro)
intencionada dejaba
que a mi escote fluyera
su indescifrable frescor.
¡Qué momento sin igual!
Imaginaba mi pecho
ser bañado por la mar.
Mamá siempre me decía:
Sé prudente, no la bebas
tan seguida. Afonía cogerás.
Aquel agua deliciosa
con su saborcillo a anís,
qué bien calmaba la sed.
Cómo añoro aquel botijo
en los días de calor.
No busquéis, que nada hay
que aplaque la ardiente la sed
y os
refresque mejor
como el botijo de barro
enfriado en el balcón.